Recordar es volver a vivir, pensó.
Foster Beach, ubicada
en una de las puntas de la isla Silver Sands es uno de los destinos obligados
para todo joven de Varuna. Todo joven amante del mar tenía que hacer ese gran
peregrinaje en su vida. ¿Y quién no amaba el mar en Varuna?
El viaje comenzaba con
“autostop”. Era ahí cuando conocías a quienes seguramente se convertirían en
los compañeros de aquella experiencia de autodescubrimiento y surf, mucho surf.
Foster Beach no poseía grandes construcciones así que todos los que la
visitaban terminaban viviendo en los hoteles Camarena, jerga empleada para las tiendas de acampar que se
extendían por la playa. La ciudad de las Tiendas, era el otro nombre con el que
se conocía a Foster Beach.
¡Qué tiempos!
Inspiró profundamente y
soltó el aire, por unos instantes creyó sentir la brisa de su hogar y los
recuerdos de ese viaje le llegaron a la mente.
Quizás sea porque voy a morir, pensó. Definitivamente es eso.
Aquél descapotable rojo
que le subió en la autopista apareció ante él. La brisa del mar, el aire tibio
pero refrescante. La voz de la mujer que sonaba a través de los altavoces
volvía a escucharse y, de nueva cuenta, era realmente envolvente.
—A mi hermano le gusta
la música a través de los altavoces, no le gusta escucharla en su comlog.
En aquél momento el
nombre de la chica no le venía a la mente, pero recordaba todo lo demás de ella
a la perfección. Rubia, con una coleta de lado, pómulos marcados, tez blanca,
un par de pecas difuminadas en uno de sus cachetes.
—A veces le gusta la
tecnología vieja —dijo ella a manera de disculpa—, como si fuese un atek.
El hermano solo se rio
mientras echaba el humo del cigarrillo por su boca.
—Es un sexy atek—
susurró la chica que venía en el asiento de adelante, junto al hermano— mi sexy
atek. La chica de la coleta hizo cara como de querer vomitar. Él se rio.
—Me llamo…
Su rostro comenzó a
difuminarse y el sonido a perderse, sus labios gesticularon su nombre pero el
no pudo descifrarlo, o recordarlo. Las gotas de lluvia le trajeron a la
realidad. Abrió los ojos lentamente, el cielo estaba gris y la lluvia caía
sobre él. Aquello era un paisaje bastante triste a pesar de todo el verde que
le rodeaba. Prefirió de nuevo lanzar un clavado al mar de sus recuerdos.
Bajaron las cosas del
vehículo al llegar a la playa. El chico del cigarrillo entonces le preguntó si
quería quedarse con ellos. La mirada firma de la chica de la coleta se cruzó
con la de él.
—Claro —dijo—. Muchas
gracias.
Instalaron su tienda de
acampar en un espacio libre entre todo el mar de techos de tela y lona que se
extendía a lo ancho y largo de la playa. Se escuchaban tantas voces
entremezcladas con el golpeteo de las olas y los ritmos de la fiesta que tenía
la gente que por tan solo un instante, aquello le pareció infinito, eterno.
Tras dominar algunas
olas, la tarde llegó. Miro las tiendas, a la gente. No importaba si eran Helots
o si eran ateks, todos convivían tranquilamente. Sintió una presión en el
corazón y sin saber por qué creyó más que nunca en la certeza de enrolarse en
la División de Reacción Inmediata de Varuna, alguien debía de defender este
estilo de vida, y ese alguien debía ser él.
Mientras recordaba
aquél atardecer, trató de respirar profundamente pero cada vez le costaba más
trabajo hacerlo. La respiración se entrecortaba con unos ataques de tos que le
hacían llenar su casco de sangre. Cerró los ojos para continuar recordando
aquél viaje, pero ya no pudo ver nada. No aparecía el descapotable rojo ni la
playa, no se escuchaban los tambores ni la voz de la chica de la coleta.
Aquella tarde no dejó de llover en las inmediaciones de Runenberg. De la sangre de los caídos no quedó rastro alguno.
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